Del boli de purpurina al rotring.

(ARQUITECTURA)

Siempre me encantó dibujar, mucho más que jugar con los tazos de Pokémon y mucho mucho más que con las Barbies. A pesar de mi desastre, había algo que coleccionaba. Tenía cajas y cajas repletas de estuches a su vez llenos de aquello: gomas de borrar. Y lápices. Millones de lápices que me iba regalando mi madre cada vez que me portaba bien. Y sobre todo, algo que nunca perdía. Estrenarlo era mejor que un día de sol o que un día de lluvia con catiuscas. Los tenía sueltos, en estuches de 6 colores. Y de 12 y de 24. Fosforitos, mate, el Silver y el Gold, más o menos metalizados, mini, de tinta multicolor…Incluso unos con olor de los cuales de la tapa colgaba una figurita de la fruta a la que olían. Y mis favoritos: los de purpurina. Sí, un bolígrafo de purpurina era el mejor regalo que podías (y puedes) hacerme. Seguro que con ellos dibujé cientos de personas. De personas con sus mascotas. Y como todos, de personas con sus mascotas al lado de una casita. Por aquel entonces seguro que la describía como «una casita de estas del tejado que baja con forma de triángulo con un arbolito al lado». Ahora puedo permitirme el lujo de decir que se trata de una cubierta a dos aguas.

A pesar de esta pasión por el dibujo y las manualidades, nunca pensé que acabaría estudiando Arquitectura. Hasta segundo de bachillerato había visto esa carrera sólo para «gente muy lista a la que se le daba muy bien el dibujo técnico y las matemáticas». Una profesión muy aburrida y técnica.

Este camino comenzó a seguir las miguitas de pan ese verano. Yo estaba haciendo una beca de talleres de verano de Arte y Publicidad en una universidad de Madrid porque la purpurina seguía en mis venas, aunque por aquel entonces siguiera convencida de que mi destino estaba escrito en alguna facultad de Veterinaria. Resultó que durante uno de los talleres hacía tan buen tiempo que salimos afuera a pintar. Cuando de repente veo a un grupo de unas 20 personas de mi edad con un profesor tumbados en el suelo inmediatamente cercano al edificio de la universidad mirando hacia el edificio. Eran los del taller de Arquitectura, disfrutando de un edificio de ladrillo, viéndole desde otra perspectiva, analizando sus sombras, los pliegues de su estructura. Creo que en ese preciso momento algo dentro de mí dijo «Yo también quiero». Y empecé a cavilar: «Me gusta mucho pintar, y si…» Casualidades de la vida, durante ese verano conocí en un viaje a un chaval que justo estaba estudiando Arquitectura. Fue la baza definitiva para que ahora tenga unas ojeras permanentes, para que mi cuerpo sea capaz de aguantar una noche en vela haciendo click al ratón en Autocad con el único estupefaciente que mi propia adrenalina, o dos con medio café. Conocer a aquel pequeño loco me llevó a tener cinco lapiceras diferentes, y a reñirme a mí misma cada vez que pierdo el ojo a cada una de ellas, pues el precio de cada una me da para uno, dos, y más de cinco chupitos de Jägermeister. Quién me iba a decir a mí que me iba a gustar aprender todas las posibles colocaciones de un ladrillo, o reflexionar acerca de los marcos que tiene una puerta según del tipo que sea. Es una carrera que no deja indiferente ni a quien la estudia, ni a la gente que nos rodea, todos la sufrimos. Pero un lunes a las 5 de la mañana después de haber dormido 8 horaas entre los 3 días anteriores puedes experimentar uno de los estados de ánimo más peculiares. Una mezcla entre sadismo hacia tu profesor de Proyectos, risa, ganas de matar a alguien, a quien sea y a ti mismo si tuvieras tiempo para hacerlo,  carcajadas porque tienes de fondo la película de Borat para no dormirte mientras dibujas y dibujas líneas sobre el fondo negro de Autocad( dime de qué color es el fondo de tu espacio de trabajo y te diré quién eres), desesperación porque no te va a dar tiempo a acabar la entrega ( pronunciarás y escucharás esa palabra más que cualquier otra), no dejas de decir «si cuela, cuela», te entristeces porque no vas a poder sacarle todo el partido que te gustaría a tu idea. O quizá por el contrario estés delineando una planta con todo el odio del mundo. Pero aún así, ese odio se mezcla con pasión. Si algo le sobra a esta carrera es pasión. Si no, es imposible. Y todos nos quejamos mucho de las noches de entrega: noches enteras sin dormir haciendo algo que probable y subjetivamente no llegue al nivel exigido. Pero puedes hacer que esas noches de entrega se conviertan en «Fiestregas». 4 o 5 amigos reunidos en una mesa con cerveza, Red Bull y ordenadores delante. Eso no puede ser malo. Ni bueno.

Recuerdo que el año pasando tuve que empalmar para estudiar Historia de la Arquitectura. Imagináos el nivel de puteo que es eso de madrugada. Pues fue justo entonces cuando supe que estaba en el camino correcto. Si en esos momentos estás disfrutando de estudiar las características de una puta iglesia prerrománica (nivel máximo de muerte en realidad) pensad en cuando somos capaces de emocionarnos con cómo la luz es capaz de transformar un espacio. Y es que arquitectura es justo eso, emoción. Emoción con final feliz o emoción a secas pero es desde luego un modo para sentirte vivo y para tener claro que el destino no existe.

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